Por: Lucas Posada Pardo
En Colombia, el delito de omisión del agente retenedor o autorretenedor, regulado en el artículo 402 del Código Penal, es quizás uno de los ejemplos más representativos de cómo el Derecho Penal ha sido instrumentalizado como herramienta de recaudo tributario. Lo que en principio parece una sanción por la apropiación indebida de recursos públicos, en la práctica ha terminado convirtiéndose en un mecanismo de presión fiscal que castiga el incumplimiento económico de las empresas y sus representantes legales.
Uno de los aspectos más problemáticos del artículo 402 es la exigencia de pagar los intereses moratorios como condición para extinguir la acción penal. Según la norma, el procesado puede librarse de la sanción penal si cancela la totalidad de la deuda tributaria. Sin embargo, el pago de la deuda tributaria debe realizarse junto con los intereses moratorios causados. No obstante, dicho elemento no parece estar comprendido dentro de la infracción que se busca castigar con el tipo penal, pues su origen es estrictamente tributario y no penal, lo que genera una confusión entre el ámbito administrativo de la obligación y las consecuencias propias de la sanción criminal. En consecuencia, la extinción de la acción penal termina dependiendo del cumplimiento de una carga económica ajena al núcleo de la conducta punible.
Sobre el cobro de los intereses para la consecución de la extinción de la acción penal, la Corte Constitucional ha sostenido en distintas oportunidades que los intereses que se exigen no provienen del reproche penal, sino de la propia obligación tributaria. Indica que, resulta justo que quien mantiene en su poder recursos públicos por fuera de los plazos legales asuma los intereses moratorios, pues de otro modo el Estado —que no es propietario privado sino garante del interés general— soportaría tanto la depreciación monetaria como la privación de los recursos necesarios para el cumplimiento de sus funciones.[i]
Lo que podría parecer una medida razonable desde la óptica económica de la reparación del Estado, en la práctica resulta una carga desproporcionada, especialmente cuando el monto de los intereses supera ampliamente el valor original de la obligación. El Estatuto Tributario (art. 634) fija una tasa moratoria que, acumulada durante años de litigio, puede hacer imposible la extinción de la acción penal, pues la deuda puede llegar a superar con creces su valor original, incluso multiplicándose varias veces su valor inicial. Se configura así una situación paradójica: el contribuyente que no cuenta con los medios para cumplir su obligación permanece vinculado a un proceso penal que no puede extinguirse, justamente por la misma incapacidad económica que lo afecta.
Además, la norma penal trajo con sí una antinomia que agrava la situación económica del procesado. La acción de cobro de la DIAN prescribe a los cinco años (art. 817 ET), el proceso penal puede mantenerse vigente hasta doce años, dado que la pena prevista para este tipo penal es de 108 meses, término de prescripción que se aumenta por tratarse de un supuesto “servidor público”[ii]. Así, de forma indirecta, el proceso penal “resucita” acreencias tributarios cuyo acción de cobro por la vía administrativa estaría prescrita, prolongando a su vez la causación de intereses moratorios sobre la deuda inicial.
Por otro lado, los mecanismos con los que cuenta el acreedor para cancelar la deuda tributaria y extinguir la acción penal son limitados. Aparte del pago, el contribuyente puede recurrir al acuerdo de pago como herramienta para solventar los acreencias frente a la autoridad tributaria. Sin embargo, dicha herramienta tiene una eficiencia menguada para el contribuyente que enfrenta un proceso penal. Históricamente, los acuerdos de pago representaron una válvula de escape dentro de este sistema, permitiendo la extinción de la acción penal por esta vía. La Ley 633 de 2000 reconoció que quien suscribiera un acuerdo y lo cumpliera podría evitar la persecución penal. Esta medida, coherente con el principio de ultima ratio del Derecho Penal, incentivaba la regularización fiscal con más facilidad. Sin embargo, la Ley 1066 de 2006 dio un giro drástico al eliminar ese beneficio. Desde entonces, solo el pago total e inmediato extingue la acción penal, lo que deja fuera a los contribuyentes que buscan cumplir gradualmente sus obligaciones. La reciente Ley 2277 de 2022 reincorporó parcialmente la figura, pero con un giro punitivo: el acuerdo suspende el término de prescripción de la acción penal, sin superarlo a cinco años. Es decir, el contribuyente puede lograr una pausa en el proceso, pero si incumple con el pago oportuno del acuerdo, la persecución penal se reactiva.
Otro punto crítico del artículo 402 es la responsabilidad penal del representante legal, en los casos donde el contribuyente es una persona jurídica. Aunque la conducta típica recae en el agente retenedor, en la práctica las investigaciones penales se dirigen casi automáticamente contra quien figura en el certificado de existencia y representación legal (CERL) de la empresa. En otras palabras, la Fiscalía tiende equiparar la calidad formal con la responsabilidad penal.
Esto genera un problema de fondo: muchas veces, el representante legal no participó directamente en la decisión de no consignar las retenciones, o incluso carecía de capacidad real para hacerlo. Aun así, se busca atribuirle responsabilidad penal por el cargo que ostentaba dentro de una organización, olvidando probar el dolo de la conducta. La práctica judicial ha terminado por presumir el dolo del representante legal, lo que en la realidad equivale a instaurar una forma encubierta de responsabilidad penal objetiva, proscrita por el artículo 12 del Código Penal. Si la empresa declaró y no pagó, se sobrentiende el conocimiento y voluntad respecto del impago de la obligación tributaria y, por tanto, que actuó con dolo. Esta lógica administrativa trasplantada al Derecho Penal implica que la responsabilidad penal para este delito deja de basarse en la voluntad y conocimiento del sujeto activo sobre la conducta, y se convierte en una consecuencia automática del cargo que se ocupa.
La suma de estos factores —intereses moratorios desproporcionados, eliminación de los acuerdos de pago efectivos y criminalización automática de los representantes legales— revela una política criminal que ha transformado el artículo 402 del Código Penal en un instrumento de presión recaudatoria. No se castiga tanto la apropiación indebida de recursos ajenos, sino la incapacidad de pagar. El propio diseño de la norma confirma su finalidad coercitiva: el proceso penal se extingue con el pago total de la deuda, lo que parece indicativo de una prelación sobre el recaudo y no de la protección de un bien jurídico.
En definitiva, el artículo 402 del Código Penal se erige hoy como una de las normas que más incertidumbre genera entre los representantes legales y administradores de empresas. Aunque busca proteger los recursos públicos, su aplicación práctica ha derivado en un sistema que confunde el incumplimiento económico con la conducta dolosa. Los intereses moratorios excesivos hacen casi imposible acceder al beneficio de extinción penal; los acuerdos de pago han perdido eficacia; y la imputación automática al representante legal desnaturaliza los principios de culpabilidad y proporcionalidad.
[i] Corte Constitucional, Sentencia de constitucionalidad No. 257 de 1998 y Sentencia de constitucionalidad No. 290 de 2019
[ii] Corte Suprema de Justicia, Sala de Casación Penal, sentencia SP2948-2024, Rad. 59250, M.P. Jorge Hernán Díaz Soto.